Todas las tardes de sábados y domingos estaba el pibe sentado en la esquina del corner esperando que llegáramos a jugar los fulbitos religiosos.
Ya veníamos con los equipos armados y pateábamos tres horitas entrando y saliendo cada dos goles o veinte minutos.
Era empezar a jugar que cachito, así le decíamos al pibe, se paraba fuera de la cancha y corría en dirección para donde se movía la pelota, nunca pasaba la línea de cal, esperaba pacientemente que la pelota se fuera a la mierda para salir disparado a buscarla y traerla para que sigamos jugando.
Cachito era un muchacho con problemas mentales, vivía frente al campito junto a su abuela que lo crió de purrete, cuando la madre no aguanto mas y se mando a mudar vaya a saber donde.
La vieja lo cuidaba todo lo que podía, pero ya los huesos no le daban, cacho estaba grande y se hacia intratable, entonces lo mandaba para la cancha, lugar donde se sentía dueño del mundo.
Allí lo conocimos, nosotros teníamos entre 13 y 15 años, como todos los pibes éramos bastantes crueles, nunca lo jodimos en si por su condición, pero lo discriminábamos en el juego del futbol porque su incapacidad no le permitía desenvolverse en un partido al “nivel” de nosotros que no queríamos perder ni a la bolita, pensábamos que tenerlo en el equipo era tener uno menos.
Todo lo pensábamos de supuesto y no por verlo jugar, además nuestra conciencia la limpiábamos con la simple reflexión de que nunca nos pidió patear, ahora de grande y escribiendo esto pienso, “que carajo nos iba a pedir si éramos unos hijos de puta, además de su propio aislamiento, algo completamente lógico”.
Pero una tarde como tantas ya podridos de patear y ante la salida del gordo Julio que se fue a franelear con la Laura, porque al jeropa lo tenían cagando, le dijimos a Cachito que entrara a jugar, fue medio raro porque sin decirnos nada se metió en la cancha y ocupo la posición de delantero que el gordo había dejado, fue como si supiera como formábamos siempre y nosotros que casi nunca le dábamos bola, nos dimos cuenta que todas esas tardes que corría como loco, él si nos estaba observando.
No esperen que el relato siga con una proeza futbolística de nuestro amigo, ni que era un Maradona, ni nada por el estilo, éramos crueles pero no boludos, sabíamos que no podía jugar al ritmo nuestro, pero le ponía voluntad y corría, ese era su placer, correr.
Pero quiso el destino que en una jugada aislada la pelota le quedara boyando en el área y Cacho le entro con alma y vida, sacando un pelotazo terrible que sorprendió al negro en el arco y se clavo casi en el ángulo.
Golazo que gritamos todos, alentándolo como haciéndole sentir un poco de estimulo y de paso cargando al negro diciéndole que como le iba a hacer un gol y boludeces por el estilo, crueldad de guachos como ya comente antes.
Pero Cacho no grito el gol, salio corriendo a buscar la pelota, como hacia siempre que estaba mirando de afuera, pero esta vez no la trajo para que sigamos jugando, la agarro, la miro, se sentó junto a todos nosotros bajo los arbolitos que a esa altura eran como un oasis y con los ojos húmedos nos dijo: “gracias por dejarme jugar”, fueron sus unicas palabras, pero creo que todos los que compartimos ese simple momento nos dimos cuenta que la vida tiene muchísimas maneras de hacerte sentir bien y que el futbol fue, es y será un misterio que muchos analistas tratan de descifrar, pero que nadie como Cachito lo supo entender.
El coco Osvaldo